miércoles, 22 de abril de 2009

El recreo

Suena la campana. Todos los niños se levantan de sus sillas rápidamente y, como alma que lleva el diablo, se amontonan y empujan los unos a los otros para salir antes de clase. Yo me quedo un poco más, observando todo ese atropello. Tras unos segundos esperando, me levanto. La profesora, una mujer joven de unos 26 años, me dirige una mirada cariñosa, con la que respondo con otra. Salgo de clase.


Una vez en el patio, saco del bolsillo del abrigo un bocadillo de mortadela que mi madre me ha preparado cariñosamente. Lo saco del envoltorio y comienzo a masticar.

Una niña se me acerca. Se llama Laura. Es buena chica, o al menos eso me parece, porque conmigo se porta bastante bien. Alguna vez intercambiamos comida que nuestra madre nos mete en el bolsillo del abrigo. A mi me gusta y yo también la gusto. Eso me basta. Nos sentamos en las escaleras del porche. Me pregunta que si no juego al balón con los otros niños, con lo que respondo que no me gusta. Me pregunta que por qué no me gusta, con lo que respondo que no me gusta porque se me da mal jugar con la pelota, y se meten conmigo. Me da un beso en la mejilla, mete las manos en los bolsillos y de uno de ellos saca un par de galletas. Sin mirarme a los ojos me las tiende para que las coja. Mis manos obedecen. Ella se levanta sin más y desaparece de mi vida.


Termino el bocadillo y las galletas. Me levanto y me dirijo a un grupo de niños que andan jugando con no se qué. Hay dos grupos, y se gritan los unos a los otros, menos un niño regordete, que grita a ambos por igual. Parece que uno a hecho trampas y otro lo acusa. El resto de niños solo hace ruido. El niño regordete, que por lo visto se sabe las normas al dedillo, trata de imponer su criterio. Nadie me hace caso, pero me da igual. Alguien saca algo del bolsillo y lo deja en el suelo. Parecen chapas… ¡Sí! Son chapas, las míticas chapas que papá me regala al terminar de trabajar. Los señores se van y antes de irnos para casa reúne unas cuantas y me las entrega. A mi me gustan mucho, sobre todo cuando en el reverso aparecen mis jugadores de fútbol favoritos. El niño gordo da la señal y ambos colocan sus chapas ante una línea que alguien ha marcado con el dedo. El niño gordo grita y todos gritan como idiotas. Dos niños arrastran sus rodillas por el suelo mientras cada uno golpea con la uña su chapa correspondiente. Alguien lanza un grito bien fuerte. Ese alguien se levanta triunfante y dirige al grupo una mirada rebosante de soberbia. Ese niño es tonto y se las da siempre de listo, pero me encantan sus chapas. Además, casi siempre gana, y ya tiene una colección muy bonita. Yo también tengo muchas, porque papá se tira todo el día trabajando para conseguirlas, pero son casi todas repetidas y no tan bonitas.

Echo las manos a los bolsillos. Creo que había alguna por aquí… ¡Si! Tres chapas… Son estupendas… No se si jugar. Nadie del grupo de niños ruidoso se atreve, y el niño tonto se va a llevar todas las chapas a su casa. No quiero perder… Pero, ¿Y si ganase? Sería estupendo llegar a casa con todas esas chapas, y decirle a papá que ya no tiene que trabajar más, que ya tengo chapas de sobra…

A empujones, me abro entre el grupo de niños ruidosos. El niño tonto me mira desafiante y me pregunta que qué coño me pasa, que si llevo esa cara de tonto todo el día o qué. Abro la mano y le muestro mis chapas. Comienza el juego.


No soy tan bueno como pensaba.


R.F