martes, 13 de marzo de 2012

Meditación




"Tome su idea, luche con paciencia por ella y el sol se elevará para usted"
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Swami Vivekananda





Colocas la manta en el suelo, delicadamente, palpando el instante. El ritual ha comenzado y sientes un profundo respeto hacia la acostumbrada cotidianidad del oficio. Las luces se apagan. Padmasana (posición de loto). La oscuridad te envuelve produciendo una plácida sensación de desconexión con la realidad. Placer efímero. Te duelen las piernas y la espalda. Tu mundo no quedó atrás, sino que regresa y te agrede, te desestabiliza. Los pensamientos te golpean, unos te sacian, otros te hieren. Deseas deshacer la postura, volver a tu cotidiana vida y zanjar el asunto. Una fuerza extraña te impide abandonar, te mantiene inmóvil. Mientras, la marea de pensamientos fluye como un torbellino insaciable. Recuerdos, planes de futuro, deseos. Piensas el pensamiento, lo observas. Descubres que la mente es movimiento, que el pensamiento es una ola y la mente la marea que la arrastra. Observas la respiración. Aire frío y cálido entrando y saliendo. Cada inspiración más profunda. Notas cómo se abren los pulmones, la sutileza con la que tu cuerpo se mueve. El pecho se eleva levemente y regresa a su posición. El dolor poco a poco se desvanece, la postura se asienta y gana flexibilidad. El mar embravecido se va tornando calmo. Te sientes poderoso y fuerte, como no en mucho tiempo. Solo queda la respiración. Quietud. Al inspirar la energía fluye a través de ti, al exalar tu cuerpo se relaja, los músculos se destensan y tocas la realidad en un estado de plena consciencia. Solo existe el momento. El pasado se recuerda y el futuro se imagina. La felicidad se alcanza ahora o nunca, en cada respiración. El oleaje cesa, la marea se estabiliza. Lentamente, las aguas se vuelven transparentes. Puedes ver el fondo.

R.F

sábado, 10 de marzo de 2012

El enfermo

Se escuchan risas en el pabellón de enfermos terminales. Me acerco lentamente por el pasillo hasta llegar a la habitación 106. Demasiada gente, como siempre. Una voz enferma, aunque solemne, protagoniza la escena.

Con delicadeza, me cuelo en la habitación y hago mi trabajo. El paciente, un anciano de mirada jocosa, me tiende la mano. "Gracias por todo, doctor". Esbozo una forzada sonrisa al estudiar esas palabras. Tras medir la tensión del enfermo doy las buenas tardes y me dirijo hacia la puerta. Pensativo, me vuelvo unos instantes. Su mujer, con suavidad y cariño, le perfuma y peina el cabello. Me encuentro con la mirada traviesa del anciano. Este comienza a entonar una canción. Todos aplauden y ríen. Por fín, salgo de la estancia.

Avanzo por el pasillo en dirección a otra habitación. El anciano eleva la voz desafinando levemente. En ese momento rompo a reir, la situación me parece surrealista. Tengo que detenerme y serenar mi comportamineto antes de continuar con otros pacientes. Miro de nuevo hacia la habitación 106.

El paciente se llama Francisco. Lleva veinte años enfermo. Veinte años sobreviviendo de hospital en hospital. Un tipo fuerte. Probablemente, y pese a lo acaecido hace un minuto, no pase de mañana. La morfina actúa rápidamente emborrachando la razón y la lucidez. Quizás esa sea la razón de la serenata. O quizás esa sea la despedida que él ha escogido.

Algo más calmado, me dirigo a la habitación 98. El perfume del anciano de la habitación 106 se diluye en el ambiente dando paso a un olor más agrio. El clamor propio del hospital devuelve verosimilitud a mi conciencia.

R.F